Brasil, Venezuela, Argentina: los medios de comunicación están en el centro del debate. Los respectivos gobiernos los acusan de tener una agenda orientada a la defensa de intereses de sector. Este texto no trata de eso -pero pega en el palo. Algo que la crisis argentina pone en evidencia es la incapacidad (o la falta de interés) de los medios en iluminar la compreensión de la sociedad sobre los fenómenos que la convulsionan. Más allá de una intención eventualmente autoritaria de la Presidenta o Presidente, la idea de un observatorio de medio no está mal. Al final, en eso D'Elia tiene razón: es muy poca gente la que decide qué va al aire, qué se publica, cómo se opina. Esa gente no es elegida por voto popular, y sería excepcionalmente naif imaginar que los dueños de los medios no tienen alguna agenda particular o sectorial. Unos hacen un diario para tener poder, otros para autoproclamarse como referencia intelectual, otros para defender los intereses de un sector de la sociedad... Pero sobre eso volveremos. El texto que sigue es una primera tentativa de entender qué pasa en la Argentina.
Reflexiones para comprender un país huérfano de líderes
Estoy perplejo. Me fui de la Argentina hace 17 años; hace dos que paso la mitad del tiempo en Mar del Plata, la otra mitad en Brasil. Y, lo confieso, me cuesta mucho entender lo que veo en esos días que estoy acá. Soy un Federdenker, es decir, alguien que piensa escribiendo o escribe pensando. Escribo este texto para intentar encontrar un camino en esta confusión.
Un amigo de los más queridos manda un e-mail. “LA SOCIEDAD DE LOS POETAS MUERTOS... ¡ESTÁ VIVA!” es el título. El escrito no es suyo, advierto antes de leer el texto formateado en tipografía grande y redonda. Las palabras son fuertes, la prosa eficaz, y algo entre una rabia añejada, un vislumbrar de venganza, un visceral odio primitivo se muestran sin pudor; es obsceno, insultante, a propósito ofensivo. Provocador. El regodeo de alguien que siente o sospecha que puede, por fin, sacar a luz el acre olor de sus miserias, que es tiempo de volver a superficie a pelearse por las carroñas del poder. La hora, por fin, llegó. Esa hora siempre llega, en la Argentina.
Sigo leyendo, de un tirón y sin respirar. Llego a la firma y el texto gana sentido, un nuevo sentido: es Neustadt el que escribe, el que se embandera en las cacerolas de lo que él llama una clase media renacida. Parece hasta demasiado fácil de entender, ahora: el tono que recuerda aquellos editoriales previos al golpe del 76, la reivindicación histórica del intérprete y portavoz de esa Argentina retrógrada, fascista.
El campo contra el Gobierno: tomar partido entre do modelos oligárquicos
Miro alrededor y veo confusión: el campo, me dicen, contra el gobierno.
Trato de entender más allá del análisis de mirada corta de los columnistas políticos, que interpretan la realidad apenas en términos de disputas personales de poder. Me gusta imaginarme que lo que se discute es más que un impuesto o algo parecido a un impuesto, que el origen de la discordia está en la disfunción visceral que mantiene a la Argentina un par de ciclos atrás en la historia de la economía mundial –antes de la revolución industrial. Pero sé que lo mío es apenas ilusión. Que es verdad que el origen de los disturbios está en esa disfunción histórica que nace de la primacía del único puerto exportador, la consecuente especialización agrícola-ganadera y la construcción de un modelo de poder centralizado y en manos de una clase, pero que lo que se discute no es ese modelo de país, sino algo diferente. Es, apenas, la pelea por un botín –dinero, poder. El modelo de país no está en cuestión: no se trata de utilizar el dinero de las retenciones para construir un nuevo modelo de nación, para modificar la estructura de distribución de la riqueza.
Y nos piden que tomemos partido. “Tienen 4 x 4”, nos dicen unos. “Tienen 6 millones de dólares y toman champán”, nos gritan otros. Quieren que elijamos a una de las dos mediocridades miserables. Veamos cuáles son nuestras opciones.
Podemos juntarnos con los pequeños productores rurales, gente de trabajo, gente que sufre para criar a sus familias de una manera decente en una actividad que, sabemos, enfrenta los avatares de la naturaleza, de los desgobiernos, de los mercados internacionales. Juntarnos con los críticos de un gobierno que hace y deshace a su antojo, que no acepta dar explicaciones, que hizo del poder la meta de todo su actuar –al punto que nos cuesta aplaudir hasta las medidas buenas, porque sabemos que por detrás está la búsqueda de ese nuestro aplauso para reforzar lo único que le importa a este gobierno, que es la pose del poder.
O podemos juntarnos con los trabajadores que dependen de las retenciones para que sus sueldos consigan superar la inflación –esa gente que las estadísticas mostraban abajo de la línea de pobreza y que ahora, cinco años después, está en la clase media. Podemos aplaudir a los que muestran cómo los mismos apellidos que hoy exigen diálogo, treinta años atrás apoyaban efectivamente al golpe de estado, como mucha de esa gente que hoy se indigna contra la arbitrariedad ayer aplaudió a Astiz entrando en el balneario del Yacht Club Argentino, en Mar del Plata. Podemos elegir el lado de los que dicen que con los productores medianos están siendo tasados las multinacionales sojeras que están devastando el norte del país; que la lucha contra las retenciones, para muchos, es la defensa de un retorno financiero turbinado por la coyuntura y que ese mismo capital volará, gracioso y ágil, cuando esa coyuntura cambie (y que esas golondrinas difícilmente vuelven).
Nos piden que elijamos, como antes entre Rosas y Mitre, entre Perón y (qué coincidencia!) Mitre (el de La Nación). O, como apunta bien otro amigo, también de los más queridos, nos dicen que la antinomia de Sarmiento sigue viva: civilización o barbarie. Blancos que se visten como en Milán y Nueva York o negros que huelen como el Retiro de los bolivianos y paraguayos; o, mejor, bolitas y paraguas.
Pero, pienso mientras releo la columna rabiosa del periodista senil, ahí es que está la trampa. Nos piden que nos juntemos con unos o con otros, en nombre de alguna representatividad supuesta, cacareada. El “campo” ahora representa a la “clase media” (qué será cada una de esas entelequias?), mientras que el Gobierno representa… se pone más difícil, aquí. Talvez el Gobierno represente a los trabajadores, a los desposeídos, a los pobres... (al Gobierno le hace falta trabajar mejor sus metáforas, está perdiendo en ese terreno).
¿A quién elegir, por quién tomar partido?
Por ninguno de ellos, sin duda. Por la sociedad argentina, antes. Por nosotros. Entre ese ellos y ese nosotros está el abismo que marca la principal deficiencia argentina, que es el déficit de elites. Ya dijo Platón que el castigo para los mejores que no acepten asumir la carga de gobernar consistirá en que otros, peores que ellos, los gobernarán.
Ellos son peores que nosotros, y nosotros recibimos, merecidamente, el castigo de que nos gobiernen. Este ellos incluye a los dirigentes políticos, a los dirigentes empresariales, a los dirigentes sindicales: gente que nos representa de hecho pero no en los actos ni en nuestra convicción. Son legítimos porque ocupan los espacios que les dejamos libres y disponibles, pero no son legítimos porque no gobiernan para el bien común sino por interés personal o sectorial.
Oligarquía es una palabra que oímos mucho, últimamente. De nuevo nos remitimos a la República de Platón (pero podríamos referir la Política de Aristóteles) para entender que oligarquía (gobierno de unos poco para unos pocos) es la degeneración de la aristocracia (gobierno de los mejores para todos). Nadie sospecha que los dos lados en pugna peleen por el bien de todos, ni que sean los mejores: son dos formas oligárquicas enfrentadas por un botín, apenas. (La diferencia, y no es poca, es que al Gobierno se lo eligió por voto, institucionalmente, y del otro lado están entidades de sectores que, cuando necesario, no dudaron en apoyar la deposición de los gobernantes elegidos; puede no ser el caso ahora, pero es sano recordar estas cosas).
Don Vito Corleone y un país huérfano de líderes
Feinmann, en artículo lúcido de mayo de 2007, hablaba de la “corleonización” de la Argentina, esto es, de la degradación de la política a un punto en el que la única batalla es la batalla por el poder. En sus palabras: “El corleonismo, ideológicamente, es un significante vacío. No tiene ideología, tiene poder. Ese poder se lo da el dinero. El dominio de los territorios decisivos del país. Todos los feudos del interior son corleonistas. La Provincia de Buenos Aires es el gran bastión del corleonismo. Kirchner (que es el único que hoy puede gobernar este país) se comió al corleonismo bonaerense.” Y concluye que en estas prácticas políticas no hay lugar para gente sino apenas para alacranes. (Recordemos la parábola del alacrán, cuya naturaleza lo lleva a matar inclusive a la rana que lo está ayudando a cruzar un río; la mata a pesar de que se ahogará, pero su naturaleza asesina es más fuerte que el instinto de preservación. Suena conocido.)
Veo aquí elementos para comenzar a entender lo que pasa hoy: el corleonismo se pelea, y de un lado es por dinero para acceder al poder, mientras del otro el poder es lo que permitirá el acceso a más dinero. Nada cambia para nosotros, el resto, los que la miramos de afuera. Unos u otros son lo mismo, emergentes del mismo fenómeno, síntomas de la misma enfermedad que padece este país, y a cuyo diagnóstico conduce el título oportuno de un texto de Nancy Pazos: “Huérfanos de líderes”.
Dice más el título que el texto –que se limita a apuntar, correctamente, la falta de políticos a la altura del momento. Estamos, si, huérfanos de líderes, y eso incluye a los políticos que no tenemos, a los líderes empresariales y sectoriales, a los periodistas y analistas (que sean capaces de mostrar lo que pasa más allá del efectismo de las cacerolas y los D’Elia). Tenemos un déficit de liderazgos que no es reciente sino estructural, histórico. Mérito de Perón o de la dictadura (y no los equiparo: uno fue elegido por el voto, los otros usurparon el poder con las armas que les confiamos para protegernos, no para someternos o asesinarnos), consecuencia de un proceso histórico de conformación de las instituciones, no lo sé. El hecho es que no tenemos elites capaces y conscientes para asumir el papel que les toca, esto es, conducir los destinos de una nación.
Dije elites, y fue a propósito: un histórico déficit de elites que nos condiciona y compromete las posibilidades de algún futuro.
La noción de elite aquí empleada no se refiere a familias de pretensiones aristocráticas y pasados espurios. Como pasa con la palabra autoridad (que se convirtió en estigma: reclamar autoridad nos iguala a Patti, al peor discurso de la derecha), el mal uso ha degradado la noción de elite, que aquí y hoy evoca a tilingos sin ocupación seria, y no a un estrato de la sociedad capaz de asumir responsabilidades. Hablo de las elites de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. En esos países, más antiguos y con sociedades más estratificados, es más fácil entender quién es elite: frecuentan las mejores universidades, ganan los mejores sueldos, viven en los mejores barrios y ocupan los cargos de más responsabilidad en el gobierno. Son, por ejemplo, alumnos de la francesa Sciences Po, como Chirac, Mitterrand y, de hecho, los trece últimos primeros ministros franceses... Elites son elites, y suelen irritarnos con sus privilegios. La diferencia es que en algunos países, ser parte de la elite trae, además de algunas ventajas (por ejemplo, tener acceso a la mejor educación y, en consecuencia, a mejores salarios), responsabilidades. Como la de hacerse cargo de construir un país para todos.
Aquí no tenemos, de hecho, algo semejante a una elite en el sentido de esos países, y por eso el criterio debe ser más amplio y más flexible: llamamos aquí elite a esa parte de la sociedad que está en condiciones de conducir los rumbos del país. De, asumiendo una metáfora náutica, ocupar el puente de mando. Gente excelente, con formación y capacidad de liderazgo, capaz de soñar grande y conducir la construcción de un futuro para todos. Y soñar, en esto, tiene importancia radical, tanto como conseguir ejecutar: hay que saber soñar grande y saber transformar el sueño grande en realidad.
¿Qué sueño es nuestro sueño, y qué posibilidades tenemos de que se concrete?
Eso queda muy evidente en una comparación que me resulta fácil y que está de moda: Brasil x Argentina. Tanto cuanto las evidentes, notables diferencias geográficas, Brasil nos aventaja en una elite que, mirando de manera menos crítica de lo que debía a su pasado, pero con noción de responsabilidad por el futuro, viene construyendo las bases para un país mejor, y lo hace seriamente –aunque con muchos tropiezos, claro: todavía hay mucha limpieza por hacer, mucha injusticia por resolver.
Me tocó ver el proceso, desde cuando nos admiraban como el modelo de avanzada a ser seguido hasta ahora, cuando nos miran con estupor y condescendencia, preguntando dónde nos tropezamos para caer tan mal. Salimos de los procesos dictatoriales más o menos en la misma época, y desde entonces sufrimos gobernantes de varios tipos, los dos. La diferencia está en que en Brasil la tendencia es virtuosa: expulsaron a Collor sin quebrar el orden institucional, tuvieron al folklórico Franco, pasaron al doctoral Fernando Henrique y ahora tienen a Lula. Mientras tanto, echaron a los capos vergonzantes del Congreso (y eso incluyó a los otrora todopoderosos caciques regionales, como el bahiano Antonio Carlos Magalhães). En esto tuvo y tiene que ver una prensa que, aunque sectorial y anticuada en muchos aspectos, asume un país y la defensa de sus instituciones, así como una malla fuerte tejida por dirigentes empresariales, líderes políticos y pensadores que creen que es posible un Brasil grande. Y que forma o está formando líderes jóvenes.
Elijo a uno como ejemplo, sabiendo que no es excepción, sino tendencia. Luiz Felipe nació hace 43 años en familia rica y tradicional y con porte de galán, se casó con la heredera de una de las mayores fortunas del país. Estudió historia, corrió (muy bien) varias maratones, fundó una editorial de revistas culturales, trabajó en la mayor editorial de revistas de Brasil (fuimos colegas) y desde hace dos años se prepara en Harvard, estudiando para ejercer una actividad política. En un país en el que el déficit de elites también es endémico, Luiz Felipe es ejemplo de una forma de una renovación sana y necesaria –aunque todavía incipiente.
Digamos que por jóvenes y ricos, se compararían a él Scioli y Macri.
Sobre Macri no sé decir mucho, excepto que algunos alertas despiertan mi desconfianza, más allá del marketing montado por una empresa eficaz (entre el marketing y la política hay una fosa enorme). Hablo del tufillo berlusconiano -pero puedo estar siendo injusto, juzgando por una apariencia, apenas. Hablo de la sospecha que me provoca alguien cuyo mayor mérito como administrador sea haber ocupado cargos en empresas familiares y dirigido un club –sabiendo o que los clubes son corleonistas por naturaleza y vocación. Me refiero al argumento de taxista (pero no apenas), según el cual Macri no va a robar porque ya es suficientemente rico –Ja! Como si tener plata fuese garantía para no robar…
Sobre Scioli si, puedo decir mucho. Le hice la primera entrevista de su vida, cuando yo dirigía una revista de deportes náuticos (la fenecida Bitácora) y él estaba por entrar en el mundo motonáutico: “que nadie nos moleste… no me pase ninguna llamada”, ordenó a su secretaria con voz bronca. Acompañé la (hábil, sin duda) invención de su carrera motonáutica, hecha a base de la compra de lanchas para él y para sus competidores en categorías antes vacías (adivinen cuál era la más potente…) y un marketing bien conducido por Clarín y el menemismo. Si tengo que juzgar lo que de él no sé por aquello que conozco bien tengo que decir que no tiene altura para conducir la provincia más rica del país –puede hasta hacerlo con habilidad, pero no le confío altura moral.
O sea, nos falta gente capaz de soñar grande, de contagiar con este sueño a la sociedad, de inspirarla y de juntar las fuerzas para que todos construyamos algo grande. Eso es lo que entiendo por orfandad de líderes. Un país sin líderes no va a conseguir salir de sus ciclos viciosos, de su propia versión del mito del eterno retorno.
El joven Corleone interpretado por Al Pacino estudió en una buena universidad. Debía escapar al destino de su padre: fue criado para escapar a la fuerza gravitacional de la famiglia, para ser un ciudadano exitoso dentro de la legalidad. No pudo. La ausencia de líderes (sus hermanos eran incompetentes para el cargo, estaban llevando a la organización al desastre) lo obligó a cumplir con su destino. Reencarnó a su padre e inició un nuevo ciclo, igual al anterior, pero un poco diferente: más sangriento, más aceitado y eficaz, más orientado por los saberes del siglo.
Es así en la Argentina: cuando creemos que algo nuevo empezó descubrimos que una fuerza mayor nos lleva de nuevo al viejo ciclo de desestructuración, de enfrentamientos, de quiebra social, económica, institucional, hasta que un nuevo héroe se alza y nos promete, esta vez si, salir del pozo (a los 44 años consigo recordar a Alfonsín, a Menem y, episódicamente, a varios más). Son héroes, no líderes. Mesiánicos, voluntariosos a lo mejor, fracasan y dejan al país frente al inicio de una nueva fase del ciclo perverso. Podríamos hablar de las doctrinas filosóficas del tiempo circular o, para continuar en el registro hollywoodiano, referirnos a El Día de la Marmota: la historia de un periodista que queda preso en un día; no importa lo que haga, el día volverá a empezar y los hechos a su alrededor seguirán su curso, cambiando por su acción directa, mas sin cambiar en nada. Así es la Argentina: cuando todo parece diferente, descubrimos que no salimos del mismo lugar, del mismo tiempo.
El otro huevo de Neustadt
Neustadt parece sacar su hocico de roedor a la luz para recordarnos que no conseguimos escapar de nuestro destino cíclico, que el nuestro es El País de la Marmota. Fue gracioso cuando el viejo yacaré, dando los últimos coletazos antes de la senilidad, mostró su saco escrotal en la tapa de la revista que mejor incorporó la esencia del menemismo. Talvez ahora, ya definitivamente senil, Neustadt nos esté mostrando otro huevo. El huevo de la serpiente que alberga nuestra clase media –esa clase media que alcanzó, una vez más, su nivel habitual de fascismo y que, incapaz de parir líderes y de soñar cualquier grandeza, se contenta con los despojos del festín.